jueves, 22 de octubre de 2009

Almario

Collage, serie Armarios, Selina

“Su ojo me vio, me vio en mi totalidad y yo no pude hacer nada. De nada valía mostrar los ensayados perfiles que otrora cobijaron mi sombra. La cicatriz de mi rostro palpitaba al sentirse a descubierto, creciendo, afirmándose en sí, con signos evidentes.

Su ojo me vio con una mirada cargada de sabiduría, construida sobre el retorcido puzzle de mi vida, como una antorcha que iluminase el rincón más profundo de la cueva de mi existencia”.

El salón exhalaba un profundo aroma a calvados. Orlando sumergido en el sillón miraba absorto el rítmico movimiento del licor en su copa que, como un remolino, lo engullía hacia el otro lado y él se dejaba ir sin ofrecer resistencia. Como un barco sin timón se abandonaba al embravecido mar de sus recuerdos.

El hombre, los hombres que fingió ser se iban quedando enganchados en las ramas de los días, en los troncos de los años como jirones de niebla.

Crueldad, traición, arrogancia, inflexibilidad, baja autoestima compensada con excesos de ego, eran los cristales de la pesada geoda que ahora se partía para mostrar con nitidez el núcleo de su alma, forjada en el fuego interno de una pasión escondida, olvidada en lo más profundo.

La coraza de miedos que le había endurecido, no era un castillo de naipes que deshacer de un manotazo.

Un suspiro de derrota y alivio estremeció su pecho.

En el cansancio existencial del último tramo de su vida las cosas podrían quedar como estaban, aunque él ya no pudiese volver a ser el que fue.

La fina lluvia, y la omnipresente humedad hacían de la ciudad una nube traspasada por agujas y minaretes. Orlando, enfundado en un gabán y protegido por el paraguas atravesaba el laberinto de niebla que había cuajado en la plaza desde hacía varias horas.

- ¡Oiga señor! Orlando se giró

- ¿Si?

No vio a nadie y se estremeció

- ¡Aquí señor!

Hizo un nuevo esfuerzo recorriendo el ceñido espacio visual hasta comprobar que la voz provenía de un rincón de los soportales.

Allí, detrás de una columna, una sombra que apenas distinguía le hacía signos para que se acercase.

“La noche no es el mejor momento para entablar relación con desconocidos” pensó, pero el tono de aquella voz le resultaba tan cálido. Aquellas cuatro palabras habían despertado en él una curiosidad inusual, un magnetismo que no comprendía.

Con pasos inseguros se dirigió hacia el lugar. La niebla no permitía una buena visibilidad y esforzaba la vista para distinguir la exigua silueta.

Por un momento se paró y pensó en volver sobre sus pasos para seguir su camino. Ese movimiento de duda fue acusado con otra llamada.

- Acérquese, señor, hace mucho que le espero.

Orlando sintió de nuevo el estremecimiento. Era como si dentro de sí algo se ablandara, se agrietara e impelido por una extraña sensación de inquietud apuró el paso hacia el encuentro.

Un silencio sideral ensordeció sus oídos al comprobar que era su mirada, al posarse sobre aquel bello ser, la que lo iba haciendo aparecer ante sus ojos.

Sus ojos creaban a los del otro, sus manos las otras manos y el abrazo de su cuerpo al otro cuerpo.

Fue entonces cuando sintió la mirada que partió en dos el pesado crisol de su alma y los cristales de dolor saltaron como agujas sobre las piedras del pavimento rompiéndose en esquirlas de luz que brillaban como estrellas, produciendo el más bello sonido que sus oídos jamás habían escuchado.

El tiempo encallado en un bucle quedó suspendido allí, bajo los soportales, entre la noche y la niebla, en la luz que la última copa de calvados reflejaba al deslizarse de las manos exánimes de Orlando y caer sobre el suelo del salón.

Cuando encontraron su cuerpo vieron que una vieja cicatriz, en la que nunca nadie había reparado, cruzaba su rostro sereno.

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